domingo, 9 de agosto de 2009

HACE CUARENTA AÑOS: DE LA EUFORIA AL HORROR



Recordando a Sharon Tate


Sharon Tate Polanski (1943-1969)


El 9 de agosto de 1969, hace exactamente cuarenta años, los Estados Unidos y el mundo occidental despertaron abruptamente de un sueño de optimismo en el que se habían mecido durante la eufórica década de los Sesenta. La actriz cinematográfica Sharon Tate, el hijo que llevaba en su seno y cuatro personas más (el célebre peluquero de Hollywood Jay Sebring, Woijcek Frikowski, Abigail Folger y Steven Parent) habían sido víctimas de un espeluznante asesinato en la casa que la primera compartía con su marido, el cineasta Roman Polanski, en el número 10050 de Cielo Drive, en el exclusivo barrio de Beverly Hills de Los Angeles. Al día siguiente, otras dos personas –el comerciante Leno LaBianca y su esposa Rosemary– perecían en circunstancias semejantes. Después de unas iniciales pesquisas que se revelaron infructuosas, al cabo de unos meses se logró identificar y capturar a algunos sospechosos que vivían al estilo hippie en una comuna establecida en un rancho ubicado en el desierto y que había servido de decorado para westerns. El líder de ese grupo, conocido como la Familia, era Charles Manson, cuyo nombre iba a convertirse en sinónimo de horror.

Menos de tres semanas antes, la expedición espacial del Apolo XI había conseguido sus objetivos llegando a la Luna y Neil Armstrong se convertía en el primer ser humano en pisar suelo selenita. Con los asesinatos de Los Angeles se bajó se golpe de lo sublime a lo siniestro. Y es que la misma mente capaz de descubrir las leyes eternas que rigen el Universo y de proyectar y realizar las más asombrosas conquistas científicas y técnicas es la misma que puede convertirse, cuando ha perdido el freno de la razón y de la moral, en un temible vehículo de muerte y destrucción. Paradoja de la naturaleza humana, que no es como nos quería hacer creer Rousseau radicalmente buena, sino que tiene la herida del misterio del mal, el cual a veces se manifiesta con especial atrocidad a través de determinados individuos: Calígula, Nerón, Lenin, Hitler, Stalin, Mao, Pol Pot, pero también de criminales a menor pero no menos terrífica escala como Manson y los demás asesinos en serie, imbuidos de lo que Noel Clarasó, al hablar precisamente de los casos Tate-LaBianca, llamó “la mística de la ferocidad”.

La sociedad humana, curiosamente, se deja ilusionar de vez en cuando a pesar de sus miserias y se entrega a la euforia cuando cree que las cosas van a mejor. No se sienta a reflexionar sabia y reposadamente sobre sus aciertos y errores, sobre las lecciones que da la Historia, sino que poseída de un frenesí de cambio y afán de novedades, se vuelca en una alocada carrera sin meta, sólo por el gusto de correr. Pasó en los años Veinte y volvió a pasar en los Sesenta del siglo pasado, dos décadas que se parecen muchísimo entre sí. Dejados los aspectos estéticos, indudablemente atractivos y brillantes de estos períodos, es un hecho que se trata de épocas de aturdimiento, que impidieron ver los peligros que en todo momento acechan. Los engominados playboys y las estilizadas damas peinadas a lo garçon, que a ritmo de tango y charlestón, aplaudían las manifestaciones artísticas más delirantes y alardeaban alegremente de romper todos los antiguos convencionalismos, no supieron enfrentarse a la Gran Depresión (que hizo añicos su sueño durante la crisis del 29), ni olieron la amenaza representada por los totalitarismos bolchevique y nazi-fascistas, que iban a sumir a Europa y medio mundo en la tiranía.

De modo semejante, la generación pop experimentó una embriaguez de autosuficiencia alimentada por una vertiginosa ola de avances científicos y técnicos que hacían más fácil y confortable la vida y la llevó a proclamar la libertad más radical, libre de toda constricción y atadura espiritual, moral, política y social (lo que quedó plasmado en el célebre lema de la Revolución de Mayo del 68: “prohibido prohibir”). Fue una época de contestación de la autoridad, incluso a nivel de la Iglesia Católica (que precisamente por aquellos años estaba viviendo su propia revolución: la del concilio Vaticano II). Un pacifismo beatífico e irreal enarboló como bandera el rechazo a la intervención en la Guerra de Vietnam, asumiendo como lema el de “haz el amor y no la guerra” y como símbolo las flores (el "flower power"), estilizadas gráficamente según una estética llamada psicodelia, fruto de los primeros “vuelos” alucinógenos, cada vez más populares entre una juventud pagada de sí misma y que no reconocía otro ideal que el carpe diem, pero no el horaciano ni el de los místicos medievales, sino el de los cínicos y escépticos. El “amor libre” –es decir, el sexo desvinculado de toda implicación religiosa, moral o social– fue el gran revulsivo de aquella época.

El rechazo de todo convencionalismo como sistema de vida quedó plasmado en el fenómeno hippie, en cuyas comunas se profesaba –como en un totum revolutum– el anti-capitalismo, el pacifismo y una suerte de religión naturalista; se observaba la promiscuidad sexual y la comunidad de familias y recursos, y se vivía a salto de mata. Evidentemente, los hippies no eran sino una manifestación extrema del espíritu de cambio permanente que inspiró a los “felices Sesenta” y, además, dentro de ese movimiento hubo de todo: gente inofensiva, gente de buena voluntad, pero también gente desarraigada, fanáticos y locos peligrosos. Pero era inevitable que, dadas ciertas premisas, ocurriera lo que acabó pasando en Los Angeles hace cuarenta años. Cuando no hay principios básicos de referencia que sirvan de contención a las inclinaciones destructivas ínsitas en el ser humano, todo es posible. No reconocer esto y creer que se puede vivir autónomamente y que la libertad erigida en valor absoluto es la única norma lleva necesariamente a un callejón sin salida, del cual se termina saliendo a la desesperada, con explosiones de violencia y de horror.

No se ha calibrado suficientemente el aspecto satánico de los crímenes de Manson y su “familia”. La foto más difundida del jefe del clan es sencillamente escalofriante: no es sólo la mirada de un loco; es una mirada luciferina, en la que se adivina maldad y odio. No vamos a decir aquí que Charles Manson fuera un poseso, pero sí que sus acciones revelan la rebelión primigenia, la de creerse Dios, suplantando y rechazando al verdadero Creador. No se olvide que, con un increíble poder de persuasión, logró captar y dirigir a sus secuaces asegurando que era Jesucristo. Lo peor es que continúa teniendo esa capacidad de seducción al cabo de estas cuatro décadas. Hoy, increíblemente, sigue siendo objeto de culto y tiene admiradores en todo el mundo. Incluso un rockero actual le ha rendido homenaje adoptando su apellido (no es extraño que Marylin Manson transmita una música perturbadora y enervante). En una ciudad como Los Angeles, la capital mundial del satanismo, no sería extraño que Manson hubiera bebido en las fuentes de alguna de las cientos de sectas que adoran al Diablo. Estas posibles conexiones maléficas dieron lugar a que se sugiriera en algún momento que el asesinato de Sharon Tate fue una venganza de los satanistas contra el marido de ésta, Roman Polanski, por haber filmado la película Rosemary’s Baby (La semilla del Diablo), en la cual abordaba el tema de esas sectas.

Cuando su vida fue salvajemente truncada, Sharon Tate tenía 26 años. Era una bellísima actriz que esperaba demostrar aún todo lo que valía (aunque ya había dado pruebas de su talento en películas como la comedia El Baile de los Vampiros y el drama El Valle de las muñecas, basado éste último en el célebre best-seller de Jacqueline Susann). Natural de Tejas, pertenecía a una familia acomodada del estamento militar. Había tenido oportunidad de vivir en Italia, a donde había sido destinado su padre, lo que le aportó un característico aire de sofisticación poco corriente en los ambientes de Hollywood. Hubiera sido una perfecta whasp, de no ser por el hecho de que era católica. Pagó tributo a su época, aunque nunca se vio envuelta en escándalos y, después de tener un breve romance con Jay Sebring, se enamoró y casó con Roman Polanski, un judío polaco, que se había convertido en su juventud al catolicismo, pero que no tenía muy claras ideas religiosas. Polanski se hallaba ausente en Londres cuando la noche entre el 8 y el 9 de agosto de 1969 se desencadenó el horror en su casa de Beverly Hills. Premeditadamente, tres seguidores de Manson (dos mujeres y un hombre), cortaron las comunicaciones exteriores y penetraron en el recinto de la propiedad. Un joven -Steven Parent- que había ido a visitar al cuidador de la casa en un pabellón posterior y se estaba marchando en su coche, tuvo la desgracia de toparse en ese momento con los intrusos, que le descerrajaron un tiro de revólver que acabó con su vida y marcó el inicio de la carnicería.


10050 Cielo Drive

La actriz había invitado a tres de sus amigos para no quedarse sola: su antiguo novio Sebring, Woijcek Frikowski, amigo de Polanski, y su pareja, la rica heredera del café Abigail Folger. Los primeros en morir, acuchillados y abaleados fueron Frikowski y la Folger, que se estaban retirando para dormir. En el salón de la casa fueron sorprendidos Sharon Tate y Sebring, que fueron colgados de una viga del techo y acuchillados sin piedad. De nada valieron las súplicas desesperadas de clemencia en nombre de su hijo (del que estaba embrazada de ocho meses) por parte de la señora Polanski: fue muerta como animal en matadero y la criatura –después se supo que era varón– no tuvo oportunidad de sobrevivir, aunque era viable y una oportuna intervención la hubiera salvado. Después de esta orgía de sangre, los asesinos se marcharon para dar cuenta a Manson de su hazaña, encargada personalmente por él. A la noche siguiente, acompañó nuevamente a seguidores suyos a la zona residencial de Los Angeles y esta vez el blanco lo constituyó (por puro azar) el matrimonio formado por Leno LaBianca, un próspero comerciante de origen italiano, y su mujer Rosemary, de la burguesía local. La opinión pública fue sacudida por la matanza de Cielo Drive, descubierta por la asistenta de la casa a la mañana siguiente, y, cuando aún no se hallaba recuperada del choc, el segundo crimen acabó de sembrar el pánico, cambiando por completo las costumbres de sociabilidad en Los Angeles.

Aunque al principio la investigación no fue todo lo eficaz y acertada que hubiera sido de desear, al transcurrir las semanas se logró descubrir (siguiendo la pista de un asesinato previo y misterioso: el de Gary Hinman, con el que había inquietantes coincidencias de los dos de agosto) quiénes estaban detrás de los macabros hechos, resultando ser Charles Manson, un desadaptado, y miembros de su comuna o “familia”. El caso fue asignado en sede juidicial al fiscal Vincent Bugliosi, a cuya destreza y perseverancia (no obstante las amenazas, los peligros y las complicaciones durante el juicio) debemos la condena de los culpables. El largo y dificultoso camino que llevó desde los asesinatos hasta este resultado quedó reflejado en su libro Helter Skelter, un clásico de la literatura forense de obligada referencia. Helter Skelter, enigmáticas palabras sacadas de una canción de los Beatles, significan algo así como “caos total”. Manson quería sembrarlo con sus asesinatos (que no hubieran parado allí si no se le hubiera detenido a tiempo) e, incluso, deseaba hacer estallar la “revolución negra” y provocar que blancos y negros de mataran mutuamente, un verdadero Apocalipsis de donde saldría un nuevo orden encabezado por él como el nuevo "salvador".

Hoy, afortunadamente, el criminal más conocido de la época contemporánea, cumple condena de cárcel a perpetuidad. Una reciente foto nos lo muestra notablemente envejecido, pero con la misma mirada de maldad de cuando fue detenido. Significativamente, lleva grabada en la frente una esvástica. Sin embargo, aunque entre rejas, la mística de la ferocidad se ha seguido encendiendo en otras mentes y volverá a manifestarse en una sociedad permisiva y supuestamente de derecho, huérfana de principios sólidos (por su pretensión de desterrar a Dios), carente de la verdadera cultura (la que refina el espíritu humano y suaviza las costumbres), ávida de coquetear con el misterio del mal, al que infravalora y minimiza frívolamente. Pero no queremos terminar estas líneas con augurios nefastos, sino con un toque de nostalgia, recordando la parte amable de una generación que hoy está desengañada, pero entonces lo creía todo posible y a la que puso rostro Sharon Tate: que ella y sus compañeros de destino descansen en paz.

Requiescant in pace!